La razón última de
la fascinación que las obras de arte ejercen sobre nosotros no es el placer
estético que su contemplación acaso nos produzca. Si la obra no es bella, ese
placer puede no existir, y en todo caso es secundario. Lo verdaderamente
importante es que la contemplación sea capaz de arrancarnos de nosotros mismos
y ponernos en contacto con el auténtico ser del mundo. Hacer añicos, aunque
sólo sea por un instante, nuestro diminuto mundo de todos los días y
permitirnos sentir lo invisible que se esconde a nuestra forma habitual de
percibir. Sacarnos de lo cotidiano y abrir una ventana hacia lo no tocado por
el tiempo, hacia la eternidad. © Antón Rodicio 2015.
viernes, 27 de febrero de 2015
jueves, 8 de enero de 2015
Perfección y excelencia
El creador debe huir de la idea de perfección, pero ha de adherirse con todas sus fuerzas a la idea de excelencia. La perfección es el pernicioso intento de que lo creado se adecúe a una idea preconcebida de cómo las cosas deben ser. Esa idea es nefasta, porque suprime en aquello que quiere llegar a ser lo que no casa con tales ideas. Por eso lo perfecto es siempre incompleto. La excelencia, en cambio, es no conformarse con un ápice menos de todo lo que uno pueda ser capaz de captar de aquello que está pretendiendo nacer; no ahorrar esfuerzos en explorar una y otra vez, en vaciar su mente lo más posible (para dejar todo el espacio disponible a aquello que está viniendo al mundo a través de uno), en intentarlo una y otra vez (por si algún aspecto aún no se ha manifestado completamente) hasta estar seguro (instintivamente seguro, no racionalmente, porque la razón aquí no debe jugar ningún papel) de que aquello que quería salir a la luz lo ha hecho en su totalidad. © Antón Rodicio 2015.
lunes, 1 de septiembre de 2014
Carta a Argos
Hoy he subido a la montaña por primera
vez desde que tú no estás. Fui por el camino que tantas veces hicimos juntos:
el puente sobre la autopista, la casa de tu amiga Lía, la fuente de dos caños,
la llanura por la que podías ir suelto sin que ni tú ni yo tuviésemos que preocuparnos
de los coches, la capilla de Santa Ana… ¡Cuánto me acordé de ti! En la fuente
me paré a beber y no pude evitar que mis ojos se llenasen de lágrimas pensando
en la cantidad de veces que mis manos hicieron allí de cuenco para ti. Y al
llegar a la cumbre… ¡Cómo describirte la sensación que sentí mientras mi mirada
se perdía a lo lejos hacia el lugar en que el río Ulla se diluye en el mar de
Arosa! Porque tú hacía ya casi dos años que no subías, pero cada vez que en ese
tiempo estuve allí, sabía que al volver a casa estarías esperándome, mientras
que hoy…, hoy sólo encontraría tus diversos sitios vacíos. ¡Cuánto te echo de
menos, Argos querido! Pero, ¡cuántos recuerdos y cuántas cosas buenas me has
dejado!
Me acuerdo de la primera vez que subimos
juntos a la montaña. A ti aún te faltaba mucho para cumplir un año. Seguramente
fue una temeridad por mi parte hacerte caminar trece kilómetros seguidos con
esa edad, pero los hiciste sin ningún problema. Lo mismo que los muchos miles de ellos que vinieron después. Siempre animoso y de buen humor. Aunque también es cierto
que, una vez que aprendías los caminos, buscabas todos los atajos posibles. Pero
si tu propuesta no era aceptada, y casi nunca lo era, no te hacías de rogar.
Cuánta paciencia tenías. Sobre todo con
los perros pequeños y cascarrabias que se te acercaban ladrando. Tú ni te
inmutabas. Y al final ellos acababan hasta poniéndose de pie apoyando sus patas
delanteras en tu lomo, quedando asomados a tu espalda como si fuese una
ventana.
Y qué pillo eras. Por ejemplo, cuando
Lucas quería levantarte en brazos del suelo. Tú tenías miedo a que te dejase
caer, y para que él no pudiese llevar a cabo su propósito, cada vez que hacía
ademán de cogerte, tú rápidamente te sentabas, y en tus ojos, ya que no podía
ser en tu boca, aparecía la más pícara de las sonrisas.
Lo que más complicaciones tenía era
sacarte los días de lluvia fuerte. Ibas marcando el territorio con
cuentagotas y no acababas en menos de quinientos metros. Cuando hacía poco
viento, el paraguas de metro y medio de diámetro nos protegía a los dos
bastante bien, pero cuando el viento era fuerte, menudos combates había que
librar contra él.
Cuántas vivencias. Cuánta complicidad.
Cuántos momentos compartidos… ¡Qué enorme regalo fueron tus trece años!
Ya sabes que dije con frecuencia que en
mi vida no habría nunca otro perro más que tú. Pero ya hay otro. El pequeño
Bardo lleva ya un par de días en casa. No vino para sustituirte, evidentemente:
tu lugar será siempre tuyo y de nadie más. Vino porque Hilda y Lucas querían
otro, y también porque yo sentí que a él podría darle más incluso que lo que te
di a ti, gracias a lo que tú me enseñaste y yo aprendí contigo.
Te confieso que no consigo entender a
Borges ni a Schopenhauer. Ellos tuvieron también animales de compañía; Borges,
un gato, y Schopenhauer, un perro. Y sin embargo, sostienen que, en lo que a
animales se refiere, el individuo es lo mismo que la especie; es decir, que no
hay diferencia sustancial entre dos perros cualesquiera, o dos gatos
cualesquiera, o dos caballos… Es increíble. ¿Qué barreras mentales habrán interpuesto entre ellos y sus animales para no llegar a sentir que esos animales eran algo
único e irrepetible?
El pequeño Bardo anda por aquí debajo de
la mesa del ordenador —en el mismo lugar en el que tú pasaste tantas horas—
tratando de morderme los zapatos. Me parece que voy a tener que sacarlo un poco
al jardín. En la estantería de mi derecha está una foto tuya de cuando tenías
cuatro años. Miro tus ojos —tu mirada profunda y para mí inconfundible— y los
míos se llenan de lágrimas. Qué buen perro fuiste. Y qué gran amigo. Nunca te
olvidaré. Nunca dejarás de estar conmigo. Vivirás en mi corazón tanto como yo
viva. Y luego, quiero que me estés esperando cuando salga del túnel a la luz. Que estén allí quienes tengan que estar, pero tú entre ellos; tú
no puedes faltar.
Hasta entonces, Argos querido. Hasta
siempre, incondicional amigo. © Antón
Rodicio 2014.
jueves, 28 de agosto de 2014
El por qué del creador
El creador crea para escapar de una situación insoportable que está continuamente acechándole: la que describe el cuarto monólogo de Hamlet, en la cual ni es posible vivir ni es posible suicidarse. © Antón Rodicio 2014.
Etiquetas:
enseñanzas de la vida,
reflexiones
viernes, 15 de agosto de 2014
De las imágenes fotográficas extraordinarias
Esa imagen fotográfica extraordinaria que tanto anhelas plasmar, está ahí, a un paso de ti, lista para venir al mundo a través de tu cámara. Pero será como ella quiera ser, y no como tú te hayas imaginado que sea. Que tú te hayas hecho una idea previa de ella, es suficiente para que ella sea de otro modo. Lo que busques, no lo encontrarás, y si insistes y lo encuentras, no será más que algo mediocre, turístico, del montón. Niégate a las ideas preconcebidas. Ponte en marcha sin ninguna encima. Y de ese modo, cuando menos lo esperes, la imagen te encontrará. No eres tú quien puede llegar a ella. Es ella quien viene a ti cuando no le pones obstáculos. El mayor obstáculo eres tú. ¡Apártate de una vez! © Antón Rodicio 2014.
Etiquetas:
enseñanzas de la vida,
fotografía
jueves, 3 de abril de 2014
Aficionados, profesionales, artistas...
El aficionado puede dejar las cosas a medio hacer, abandonándolas, para intentar otras más fáciles o más divertidas, cada vez que le resulten demasiado complicadas o dejen de entretenerle. El profesional no puede no hacerlas, y las hace de un modo u otro. El perfeccionista tiene ideas preconcebidas, y por lo general rígidas, de lo que las cosas deben ser, y las hace de acuerdo con esas ideas; suele eternizarse en ello, pero si llega a acabarlas, lo que resulta es siempre incompleto, pues todos los aspectos de las cosas que no casaba con las ideas se han suprimido. El artista busca la excelencia, pero no impone nada; simplemente respeta la voluntad de las cosas y les ayuda a ser lo que quieren ser. © Antón Rodicio 2014.
domingo, 8 de septiembre de 2013
Del contenido de la obra de arte
La obra de arte sabe bien lo que
quiere contener, y si ha de ser auténtica (y de lo contrario no será una obra
de arte) contendrá eso y no otra cosa. Y para conseguirlo torturará a su
artífice todo lo que sea necesario hasta que deje de intentar ponerle patas a
la serpiente, hasta que se aparte a sí mismo y sus pretensiones y escuche,
hasta que deje sitio a ese contenido que quiere aflorar al mundo visible a
través de él. © Antón Rodicio 2013.
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