La razón última de
la fascinación que las obras de arte ejercen sobre nosotros no es el placer
estético que su contemplación acaso nos produzca. Si la obra no es bella, ese
placer puede no existir, y en todo caso es secundario. Lo verdaderamente
importante es que la contemplación sea capaz de arrancarnos de nosotros mismos
y ponernos en contacto con el auténtico ser del mundo. Hacer añicos, aunque
sólo sea por un instante, nuestro diminuto mundo de todos los días y
permitirnos sentir lo invisible que se esconde a nuestra forma habitual de
percibir. Sacarnos de lo cotidiano y abrir una ventana hacia lo no tocado por
el tiempo, hacia la eternidad. © Antón Rodicio 2015.
viernes, 27 de febrero de 2015
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