jueves, 10 de septiembre de 2015

Lejos del mundanal ruido

«¡Qué descansada vida
la que huye del mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda, por la que han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido».

Así comienza la famosa “Oda a la vida retirada”, de Fray Luis de León, un poema en el que se ensalza como verdadera sabiduría el retiro a la naturaleza, dejando atrás el mundo urbano y los afanes de poder, riqueza, fama y alabanzas a él asociados.

Y de este otro modo comienza otro poema, también sobre el tema del retiro, el cual, pese a ser menos conocido tanto él como su autor, para mí tiene mucha mayor profundidad:

«Fabio, las esperanzas cortesanas
prisiones son do el ambicioso muere
y donde al más activo nacen canas».

Se trata de la “Epístola moral a Fabio”, del capitán del ejército español Andrés Fernández de Andrada, nacido en Sevilla en 1575 y muerto en Méjico en 1648.

¿Por qué digo que este poema tiene mucha mayor profundidad que el de Fray Luis? Entre otras cosas, porque el primero se refiere casi íntegramente al cambio exterior, mientras que el segundo trata fundamentalmente del cambio interior, de la transformación psicológica del sujeto que se retira, lo cual es, evidentemente, la clave del asunto, pues de nada le serviría cambiar de ubicación geográfica si no se desprendiese del fardo interior.

De esta transformación se habla prácticamente en todas partes de la Epístola, pero yo resaltaré dos. El vigésimo terceto, dice:

«Iguala con la vida el pensamiento,
y no le pasarás de hoy a mañana,
ni aún quizá de un momento a otro momento»,

y su contenido es el mismo que la sabiduría del “I Ching” expresa de la siguiente manera (versión de Richard Wilhelm, hexagrama 52):

«El corazón piensa constantemente. Eso no puede cambiarse. Empero, los movimientos del corazón, vale decir, los pensamientos, han de limitarse a la situación actual de la vida. Todo pensar que trasciende el momento dado tan sólo hiere al corazón».

Por otra parte, los tercetos vigésimo octavo y vigésimo noveno, expresan:

«¡Oh, si acabase, viendo como muero,
de aprender a morir, antes que llegue
aquel forzoso término postrero;
antes que aquesta mies inútil siegue
de la severa muerte dura mano,
y a la común materia se la entregue!»,

y esto es lo mismo que ha enfatizado la filosofía perenne de todos los tiempos, a saber, que lo decisivo es morir mientras dura la vida: morir continuamente para la acumulación psicológica, para el «yo soy» y el «yo quiero». Si eso sucede, entonces la muerte que tiene lugar al final de la vida, no tiene la menor importancia. © Antón Rodicio 2015.

sábado, 13 de junio de 2015

La tumba de Valle-Inclán

El 7 de marzo de 1935 don Ramón del Valle-Inclán y Montenegro, el más grande de los escritores nacidos en Galicia y uno de los más grandes de la literatura española, llega a Compostela procedente de Madrid, el lugar donde habitualmente reside. Él acaso aún no lo sienta así, pero viene para morir en su tierra natal. Se hospeda en el hotel Compostela antes de ingresar en el sanatorio del doctor Manuel Villar Iglesias, situado al otro lado de la calle, puerta con puerta con el café Derby, para tratarse de un cáncer de vejiga.
Al principio, el tratamiento le produce alguna mejoría y durante la primavera y el verano mantiene ocasionalmente una tertulia en el Derby, pasea por la Alameda y hace escapadas con amigos a diversas ciudades y lugares de Galicia. Pero el mal se recrudece y en noviembre los síntomas ya son alarmantes, teniendo el enfermo que permanecer encamado en el sanatorio.
La ciudad se escinde entonces en dos bandos irreconciliables en torno a una cuestión que ambos consideran capital: la de si Valle debe o no confesarse y morir como buen católico.
Compostela es la ciudad del Apóstol y, junto con Roma y Jerusalén, una de las tres grandes capitales del mundo cristiano. El clero y las fuerzas reaccionarias de esta levítica ciudad no están dispuestos a permitir que el creador de los esperpentos lleve hasta las últimas consecuencias su ateísmo, un ateísmo que ellos no creen auténtico y atribuyen a la simple vanidad de Valle-Inclán de no querer desmerecer de su imagen de escritor anticlerical. Para tratar de impedirlo envían un cura a la habitación del enfermo. 
Pero he aquí que los del otro bando, los de izquierdas, los que persiguen el enorme triunfo de que el escritor muera sin confesión precisamente en la meca de los curas, tienen la puerta de la habitación bien defendida. Varias veces lo intenta el cura y en todas ellas es eficazmente rechazado. Hasta que al fin el enfermo muere sin confesión el 5 de enero de 1936.
Las fuerzas vivas de Compostela se niegan entonces a rendir homenaje al ilustre fallecido. Ni el Ayuntamiento ni la Universidad acuden como tales al sepelio ni ceden edificio alguno para instalar la capilla ardiente que Valle merece. Pero los del otro bando se mueven eficientemente para hacerle un entierro colosal en el que se muestre la fuerza de la solidaridad obrera. Se habilitan vagones especiales en los trenes y los coches de línea desvían o amplían su recorrido, y a Compostela afluyen miles y miles de personas de toda Galicia que ocupan literalmente la ciudad.
Pero lo meteorológico no colabora. Las compuertas del cielo se abren súbitamente sobre la ciudad del Apóstol y toda esta imagen de fuerza del bando de izquierdas queda desbaratada. A las cinco de la tarde sale el féretro del sanatorio a hombros de los más próximos entre vientos, truenos, relámpagos y lluvia torrencial, en un cuadro digno del Goya más tenebroso. El coche que lo ha de transportar hasta el cementerio de Boisaca, a unos dos kilómetros del centro de la ciudad, espera cercano, pero el cortejo fúnebre no es ni sombra de lo que sería en otras condiciones meteorológicas.
Cuando ya se se aproximan al cementerio se encuentran con un grupo de fascistas que en un intento de deslucir a toda costa el acto han organizado un entierro paralelo. Llevan un perro muerto sobre una tabla y aseguran que lo enterrarán al lado del escritor, pues al ser un animal tampoco él necesita de un cura. Se arma un gran revuelo, pero el elemento obrero más radical ha quedado en las tascas de la ciudad y no llegan a las manos.
Arriban al fin a Boisaca, y ya al lado de la fosa, a la incierta luz de un candil, necesario porque el espantoso aguacero acelera la ya de por sí rápida llegada de la noche invernal, sobreviene el más grotesco de los esperpentos. Al ir a bajar el ataúd, un joven extremista nota de pronto que en su tapa hay un crucifijo. Se precipita a arrancarlo y ambos, joven y ataúd, ruedan juntos hacia las entrañas de la tierra, quedando expuesto el cadáver a través de las tablas rotas.
Es ya noche cerrada cuando los sepultureros terminan de llenar de tierra la fosa.
Más tarde, sobre esa tierra se colocará una gran losa de granito mal labrado, que allí permanece hasta el día de hoy. Y eso es lo único que la contradictoria Compostela, tan dada a erigir mausoleos a los hijos de Galicia, ha sabido dar al más ilustre de todos los escritores gallegos. © Antón Rodicio 2015.
[Para más detalles, ver: Carlos G. Reigosa, Javier del Valle-Inclán, José Monleón, “La muerte de Valle-Inclán. El último esperpento”, Ed. Ézaro, 2008.]

viernes, 27 de febrero de 2015

El arte y la eternidad

La razón última de la fascinación que las obras de arte ejercen sobre nosotros no es el placer estético que su contemplación acaso nos produzca. Si la obra no es bella, ese placer puede no existir, y en todo caso es secundario. Lo verdaderamente importante es que la contemplación sea capaz de arrancarnos de nosotros mismos y ponernos en contacto con el auténtico ser del mundo. Hacer añicos, aunque sólo sea por un instante, nuestro diminuto mundo de todos los días y permitirnos sentir lo invisible que se esconde a nuestra forma habitual de percibir. Sacarnos de lo cotidiano y abrir una ventana hacia lo no tocado por el tiempo, hacia la eternidad. © Antón Rodicio 2015.

jueves, 8 de enero de 2015

Perfección y excelencia

El creador debe huir de la idea de perfección, pero ha de adherirse con todas sus fuerzas a la idea de excelencia. La perfección es el pernicioso intento de que lo creado se adecúe a una idea preconcebida de cómo las cosas deben ser. Esa idea es nefasta, porque suprime en aquello que quiere llegar a ser lo que no casa con tales ideas. Por eso lo perfecto es siempre incompleto. La excelencia, en cambio, es no conformarse con un ápice menos de todo lo que uno pueda ser capaz de captar de aquello que está pretendiendo nacer; no ahorrar esfuerzos en explorar una y otra vez, en vaciar su mente lo más posible (para dejar todo el espacio disponible a aquello que está viniendo al mundo a través de uno), en intentarlo una y otra vez (por si algún aspecto aún no se ha manifestado completamente) hasta estar seguro (instintivamente seguro, no racionalmente, porque la razón aquí no debe jugar ningún papel) de que aquello que quería salir a la luz lo ha hecho en su totalidad. © Antón Rodicio 2015.