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Carl Jung no tuvo, como Wittgenstein, Virginia Wolf o Bernard Shaw una “cabaña para pensar”, esto es, una pequeña construcción con cuatro paredes y tejado, apartada del mundanal ruido, a la que retirarse periódicamente para producir desde allí su obra. No, lo de Jung fue un pequeño castillo con cuatro torres, en Bollingen (Suiza), a orillas del lago de Zurich. Empezó con una sola torre de dos pisos, pero posteriormente fue añadiendo paulatinamente tres edificios laterales a la zona central. No había luz eléctrica, el agua había que extraerla manualmente de un pozo y la calefacción era a base de quemar leña en la chimenea, leña que el propio Jung, que vivía allí varios meses al año, se encargaba de cortar. Al igual que a los pensadores de las cabañas, también a Jung le fue esta construcción de vital importancia para su obra, logrando en ella gran parte de su escritura, pintura y escultura. Y en este caso tuvo adicionalmente la función de ser el lugar de encuentro y estancia con sus amantes, en particular con la más duradera de ellas: Toni Wolf. © Antón Rodicio 2020.
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