Hoy he subido a la montaña por primera
vez desde que tú no estás. Fui por el camino que tantas veces hicimos juntos:
el puente sobre la autopista, la casa de tu amiga Lía, la fuente de dos caños,
la llanura por la que podías ir suelto sin que ni tú ni yo tuviésemos que preocuparnos
de los coches, la capilla de Santa Ana… ¡Cuánto me acordé de ti! En la fuente
me paré a beber y no pude evitar que mis ojos se llenasen de lágrimas pensando
en la cantidad de veces que mis manos hicieron allí de cuenco para ti. Y al
llegar a la cumbre… ¡Cómo describirte la sensación que sentí mientras mi mirada
se perdía a lo lejos hacia el lugar en que el río Ulla se diluye en el mar de
Arosa! Porque tú hacía ya casi dos años que no subías, pero cada vez que en ese
tiempo estuve allí, sabía que al volver a casa estarías esperándome, mientras
que hoy…, hoy sólo encontraría tus diversos sitios vacíos. ¡Cuánto te echo de
menos, Argos querido! Pero, ¡cuántos recuerdos y cuántas cosas buenas me has
dejado!
Me acuerdo de la primera vez que subimos
juntos a la montaña. A ti aún te faltaba mucho para cumplir un año. Seguramente
fue una temeridad por mi parte hacerte caminar trece kilómetros seguidos con
esa edad, pero los hiciste sin ningún problema. Lo mismo que los muchos miles de ellos que vinieron después. Siempre animoso y de buen humor. Aunque también es cierto
que, una vez que aprendías los caminos, buscabas todos los atajos posibles. Pero
si tu propuesta no era aceptada, y casi nunca lo era, no te hacías de rogar.
Cuánta paciencia tenías. Sobre todo con
los perros pequeños y cascarrabias que se te acercaban ladrando. Tú ni te
inmutabas. Y al final ellos acababan hasta poniéndose de pie apoyando sus patas
delanteras en tu lomo, quedando asomados a tu espalda como si fuese una
ventana.
Y qué pillo eras. Por ejemplo, cuando
Lucas quería levantarte en brazos del suelo. Tú tenías miedo a que te dejase
caer, y para que él no pudiese llevar a cabo su propósito, cada vez que hacía
ademán de cogerte, tú rápidamente te sentabas, y en tus ojos, ya que no podía
ser en tu boca, aparecía la más pícara de las sonrisas.
Lo que más complicaciones tenía era
sacarte los días de lluvia fuerte. Ibas marcando el territorio con
cuentagotas y no acababas en menos de quinientos metros. Cuando hacía poco
viento, el paraguas de metro y medio de diámetro nos protegía a los dos
bastante bien, pero cuando el viento era fuerte, menudos combates había que
librar contra él.
Cuántas vivencias. Cuánta complicidad.
Cuántos momentos compartidos… ¡Qué enorme regalo fueron tus trece años!
Ya sabes que dije con frecuencia que en
mi vida no habría nunca otro perro más que tú. Pero ya hay otro. El pequeño
Bardo lleva ya un par de días en casa. No vino para sustituirte, evidentemente:
tu lugar será siempre tuyo y de nadie más. Vino porque Hilda y Lucas querían
otro, y también porque yo sentí que a él podría darle más incluso que lo que te
di a ti, gracias a lo que tú me enseñaste y yo aprendí contigo.
Te confieso que no consigo entender a
Borges ni a Schopenhauer. Ellos tuvieron también animales de compañía; Borges,
un gato, y Schopenhauer, un perro. Y sin embargo, sostienen que, en lo que a
animales se refiere, el individuo es lo mismo que la especie; es decir, que no
hay diferencia sustancial entre dos perros cualesquiera, o dos gatos
cualesquiera, o dos caballos… Es increíble. ¿Qué barreras mentales habrán interpuesto entre ellos y sus animales para no llegar a sentir que esos animales eran algo
único e irrepetible?
El pequeño Bardo anda por aquí debajo de
la mesa del ordenador —en el mismo lugar en el que tú pasaste tantas horas—
tratando de morderme los zapatos. Me parece que voy a tener que sacarlo un poco
al jardín. En la estantería de mi derecha está una foto tuya de cuando tenías
cuatro años. Miro tus ojos —tu mirada profunda y para mí inconfundible— y los
míos se llenan de lágrimas. Qué buen perro fuiste. Y qué gran amigo. Nunca te
olvidaré. Nunca dejarás de estar conmigo. Vivirás en mi corazón tanto como yo
viva. Y luego, quiero que me estés esperando cuando salga del túnel a la luz. Que estén allí quienes tengan que estar, pero tú entre ellos; tú
no puedes faltar.
Hasta entonces, Argos querido. Hasta
siempre, incondicional amigo. © Antón
Rodicio 2014.