viernes, 20 de marzo de 2009
jueves, 5 de marzo de 2009
Una noche en el castro Lupario
¿Recuerdas, Sibila, aquella noche del solsticio de verano?
Cuando dejamos el coche al borde del asfalto y empezamos a caminar, yo declamé uno de los versos más famosos de La Eneida: Ibant oscuri sola sub nocte per umbram, y tú hiciste una traducción libre pero exacta para la ocasión: caminaban envueltos en las sombras de la noche solitaria…
No nos dirigíamos al mundo subterráneo, sino a la cumbre del monte en donde el castro Lupario fue (¡La Eneida de nuevo!); fue, pero hacía ya muchos siglos que había dejado de ser.
Los grillos cantaban. Tú, siempre previsora, llevabas en la mano una estera enrollada, y yo me había olvidado la linterna. Tras quince minutos de lenta ascensión, tanteando en la oscuridad las piedras del camino con el resinoso báculo que me proporcionó un pino doblegado por Eolo, distinguimos la achacosa muralla y alcanzamos la puerta del recinto. El fantasma de la Reina Lupa salió presto a recibirnos, pero luego de la bienvenida nos dejó vagar a solas por sus antiguos dominios.
¿Dimos con los restos del ara o tan sólo los soñamos? Sobre la gruesa losa de granito que pudo haber sido el lugar de los sacrificios, tendiste la estera y en silencio nos sentamos. De la zona del Faramello subió el ladrido de un perro y de la parte de Francos llegó nítido el cantar de una lechuza.
Una estrella fugaz atravesó el firmamento. Quisiste saber dónde estaba la estrella polar y te expliqué como encontrarla: se busca la Osa Mayor, y sobre la línea recta que determinan las dos estrellas posteriores del carro, se mide cinco veces la distancia entre ambas.
De la Osa Mayor pasamos a la Menor, y luego a Casiopea, y a Cefeo, y al Cisne, y a Pegaso…, y no tardamos en llegar al misterio del ser humano y su lugar en el cosmos.
Yo hablé del principio antrópico y tú escuchaste con atención. «El Universo es como es para que exista el ser humano», intentaste resumir, y tuve que corregirte: «Si el Universo no fuese como es, no estaría en él el ser humano». Insististe: «¿Por qué no va a ser el ser humano uno de los propósitos del Universo?», pero yo no alcancé a verle mucho sentido a eso que decías y no me molesté en intentar una respuesta.
Levanté lo ojos otra vez a las estrellas, y cité a Pascal: «El silencio eterno de los espacios infinitos me aterra». Luego hablé del terrible divorcio entre lo de dentro y lo de fuera: la mente por un lado y el cosmos por otro, el alma aquí dentro plena de sensibilidad y anhelante de sentido, y el Universo allí fuera, inmenso, mecánico, indiferente a nosotros, carente de inteligencia, significado y finalidad. Te conté que ya cuando era niño y veía por televisión las imágenes de los vuelos espaciales y los viajes a la Luna, y más tarde ante la ley de gravitación universal de Newton o las ecuaciones de la relatividad general de Einstein, mi reacción era siempre la misma: pensar que menos mal que frente a esa frialdad, esa aridez y esa desolación, estaba el refugio de la literatura, la música y el arte en general.
Hasta llegué a decirte que anhelaba casi el cosmos anterior a Copérnico, cuando la Tierra ocupaba el centro del Universo y los fines de Dios estaban especialmente relacionados con ella y con los seres que la habitaban.
Tú afirmaste entonces que Descartes, Kant, Darwin y Freud, habían sido males necesarios, pero que sin renunciar a nada de lo que ellos y otros nos legaron, ya era hora de quitarnos las gafas limitantes y distorsionantes que el signo de los tiempos prescribió para unos siglos que ya no son el nuestro. Intenté ubicar tus palabras, pero no me diste tiempo. Citaste a Eckhart de Hochheim: «El ojo por el que yo veo a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve a mí», y luego señalaste que el Universo debía ser reencantado. Y me recomendaste leer a Richard Tarnas y a Patrick Harpur.
Cuando dejamos el coche al borde del asfalto y empezamos a caminar, yo declamé uno de los versos más famosos de La Eneida: Ibant oscuri sola sub nocte per umbram, y tú hiciste una traducción libre pero exacta para la ocasión: caminaban envueltos en las sombras de la noche solitaria…
No nos dirigíamos al mundo subterráneo, sino a la cumbre del monte en donde el castro Lupario fue (¡La Eneida de nuevo!); fue, pero hacía ya muchos siglos que había dejado de ser.
Los grillos cantaban. Tú, siempre previsora, llevabas en la mano una estera enrollada, y yo me había olvidado la linterna. Tras quince minutos de lenta ascensión, tanteando en la oscuridad las piedras del camino con el resinoso báculo que me proporcionó un pino doblegado por Eolo, distinguimos la achacosa muralla y alcanzamos la puerta del recinto. El fantasma de la Reina Lupa salió presto a recibirnos, pero luego de la bienvenida nos dejó vagar a solas por sus antiguos dominios.
¿Dimos con los restos del ara o tan sólo los soñamos? Sobre la gruesa losa de granito que pudo haber sido el lugar de los sacrificios, tendiste la estera y en silencio nos sentamos. De la zona del Faramello subió el ladrido de un perro y de la parte de Francos llegó nítido el cantar de una lechuza.
Una estrella fugaz atravesó el firmamento. Quisiste saber dónde estaba la estrella polar y te expliqué como encontrarla: se busca la Osa Mayor, y sobre la línea recta que determinan las dos estrellas posteriores del carro, se mide cinco veces la distancia entre ambas.
De la Osa Mayor pasamos a la Menor, y luego a Casiopea, y a Cefeo, y al Cisne, y a Pegaso…, y no tardamos en llegar al misterio del ser humano y su lugar en el cosmos.
Yo hablé del principio antrópico y tú escuchaste con atención. «El Universo es como es para que exista el ser humano», intentaste resumir, y tuve que corregirte: «Si el Universo no fuese como es, no estaría en él el ser humano». Insististe: «¿Por qué no va a ser el ser humano uno de los propósitos del Universo?», pero yo no alcancé a verle mucho sentido a eso que decías y no me molesté en intentar una respuesta.
Levanté lo ojos otra vez a las estrellas, y cité a Pascal: «El silencio eterno de los espacios infinitos me aterra». Luego hablé del terrible divorcio entre lo de dentro y lo de fuera: la mente por un lado y el cosmos por otro, el alma aquí dentro plena de sensibilidad y anhelante de sentido, y el Universo allí fuera, inmenso, mecánico, indiferente a nosotros, carente de inteligencia, significado y finalidad. Te conté que ya cuando era niño y veía por televisión las imágenes de los vuelos espaciales y los viajes a la Luna, y más tarde ante la ley de gravitación universal de Newton o las ecuaciones de la relatividad general de Einstein, mi reacción era siempre la misma: pensar que menos mal que frente a esa frialdad, esa aridez y esa desolación, estaba el refugio de la literatura, la música y el arte en general.
Hasta llegué a decirte que anhelaba casi el cosmos anterior a Copérnico, cuando la Tierra ocupaba el centro del Universo y los fines de Dios estaban especialmente relacionados con ella y con los seres que la habitaban.
Tú afirmaste entonces que Descartes, Kant, Darwin y Freud, habían sido males necesarios, pero que sin renunciar a nada de lo que ellos y otros nos legaron, ya era hora de quitarnos las gafas limitantes y distorsionantes que el signo de los tiempos prescribió para unos siglos que ya no son el nuestro. Intenté ubicar tus palabras, pero no me diste tiempo. Citaste a Eckhart de Hochheim: «El ojo por el que yo veo a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve a mí», y luego señalaste que el Universo debía ser reencantado. Y me recomendaste leer a Richard Tarnas y a Patrick Harpur.
Quise decir algo, pero ya no hubo lugar. Te acercaste. Me miraste en silencio. De tus labios brotaron dos palabras. Te estreché entre mis brazos. El perro volvió a ladrar; la lechuza arreció en su canto. Y allí, en medio del castro Lupario, sobre los restos del ara, ardió la noche, suspiró la madrugada. © Antón Rodicio 2009.
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