Dice el “I Ching” -edición de Richard Wilhelm- en el comentario a la línea tercera del hexagrama 50:
«Esta es la caracterización de alguien que, en una época de alta cultura, está en un lugar donde nadie lo tiene en cuenta, y así no encuentra reconocimiento, lo cual constituye un grave freno para su actuación. Todas sus buenas cualidades y dotes espirituales se desgastan inútilmente».
En una situación como la que estas líneas describen debió sentirse Sigmund Freud (1856-1939) en los años posteriores a la publicación de su obra capital “La interpretación de los sueños” (Viena, 1900). Había trabajado en ella durante más de cinco años, en un aislamiento intelectual casi absoluto, y cuando al fin salió a la venta, la reacción del mundo erudito y del público no pudo ser más gélida: 351 ejemplares vendidos durante los dos primeros años.
Una vez terminada su carrera de medicina en la Universidad de Viena, Freud se había dedicado a la investigación neuroanatómica y de las enfermedades neurológicas de la infancia en el laboratorio de Ernst von Brücke, sin conseguir la notoriedad que anhelaba. Hacia 1882 abandonó el laboratorio y hasta 1885 trabajó como residente en varios departamentos del Hospital General de Viena, interesándose en el estudio de las entonces llamadas «enfermedades nerviosas». Tampoco ahí consiguió la fama, y después de unos desafortunados artículos sobre las supuestas propiedades curativas de la cocaína y de una estancia de cuatro meses y medio como becario en París con el neurólogo Jean Martin Charcot, en 1886 dejó el hospital y abrió una consulta privada. Empezó tratando a sus pacientes neuróticos en la forma que era usual en aquella época: con electroterapia y curas de reposo, pero al ver la poca eficacia de estos procedimientos recurrió a la hipnosis, que había visto practicar a Charcot, y al método catártico, aprendido de su amigo y colega Josef Breuer. Espoleado por su arrolladora necesidad de hacerse famoso se empeñó en buscar una causa única para todas las neurosis, y como era de esperar la encontró precisamente en el lugar del que procedían sus propios problemas neuróticos: los traumas sexuales. Su intransigencia en ese principio único lo apartó de Breuer, dejándolo en el desierto intelectual. En 1896, justo después de la muerte de su padre, inició su «autoanálisis», basado en la interpretación de sus propios sueños y ayudado por la correspondencia con Wilhelm Fliess, un otorrinolaringólogo amigo suyo que vivía en Berlín. De ahí salió el material para el libro mencionado.
La situación interior de Freud en el período que siguió a su publicación era crítica. Lo había dado a la imprenta con el anhelo de que fuese recibido como la obra de un genio y le resarciese de sus frustraciones pasadas, y sus esperanzas no se cumplían: pasaba el tiempo y ni una hoja se movía para indicar que el libro significase algo para alguien. Freud estaba ya en la quinta década de su vida y sentía que era su última oportunidad para alcanzar la gloria. Este libro era su obra maestra; si con él no lo conseguía, ya con nada lo conseguiría. La posibilidad de quedar para siempre en el anonimato se le hacía cada vez más real. La perspectiva le resultaba aterradora.
Pero al fin las cosas empezaron a cambiar. En 1902, Wilhelm Stekel, médico de cabecera y aficionado al periodismo, leyó el libro y escribió una crítica favorable en un periódico vienés, y le propuso a Freud que formaran un pequeño grupo para hablar de psicoanálisis. Empezaron siendo cinco y reuniéndose en casa de Freud los miércoles por la tarde. Pero el grupo fue creciendo, y como estaba formado por personas que, más que de científicos, tenían mentalidad y necesidades de mesías y apóstoles de una nueva religión, el psicoanálisis no tardó en comenzar su rápida expansión.
En 1909, Freud recibió una invitación para pronunciar unas conferencias en la Clark University de Worcester (Massachussets), y en 1910, Wilhelm Ostwald, uno de los más ilustres científicos de la época, lo invitó a publicar un artículo sobre sus trabajos en la prestigiosa revista “Annalen der Naturphilosophie”. Estos dos hechos, que indican que el mundo científico empezaba a abrirse para el psicoanálisis, señalan también que la travesía del desierto de Freud había definitivamente terminado. Por delante le quedaban treinta años para saborear las mieles del éxito, y para completar una obra que con el paso del tiempo se ha revelado de nulo valor terapéutico, pero de enorme interés cultural y literario.
* * *
Mucho menos tiempo tuvo para disfrutar de la fama el filósofo Arthur Shopenhauer (1788-1860), protagonista de otra travesía del desierto con final feliz, pero de más largo recorrido: treinta y tres años, nada menos.
¿Por dónde empezar a hablar de Schopenhauer? Por el principio. Por el chantaje que le hizo su padre, un próspero comerciante establecido en Hamburgo, cuando tenía 15 años: quedarse en Hamburgo y entrar en el instituto de humanidades, lo cual le permitiría ir luego a la universidad, o bien acompañar a la familia en un viaje de placer de varios años por Europa, pero a condición de comenzar a la vuelta el aprendizaje de comerciante, con vistas a proseguir los negocios paternos. Arthur deseaba convertirse en un sabio, ir a la universidad, aprender latín, griego, literatura, filosofía…, pero no pudo resistirse al viaje. Menos mal que su padre murió al poco tiempo del regreso y él pudo finalmente alejarse de la odiada carrera de comercio y seguir su verdadera vocación.
Estudió primero medicina en Gotinga y luego filosofía en Berlín, y en 1813 leyó su tesis doctoral en la Universidad de Jena. Libre de toda preocupación por la subsistencia gracias a la herencia paterna, pasó luego un año en Weimar, a donde se había trasladado su madre al quedarse viuda. Allí tuvo ocasión de relacionarse con Goethe y de conocer al orientalista Friedrich Majer, quien lo introdujo en la antigua filosofía hindú. Haciéndosele intolerable la convivencia con la madre, se instaló en Dresde y dedicó los siguientes cuatro años a fusionar la filosofía de Platón y Kant con las doctrinas brahmánicas y búdicas, hasta alumbrar su obra capital: “El mundo como voluntad y representación”. Nada más terminarla dispuso su publicación, que tuvo lugar en los últimos días de 1818, y ahí comenzó su travesía del desierto.
El fracaso del libro fue rotundo. A los nueve años de su aparición aún quedaban en los almacenes de la editorial ciento cincuenta ejemplares de una tirada de ochocientos, y muchos de los que faltaban habían sido reciclados en lugar de venderse. El signo de los tiempos no era el adecuado para las ideas que el libro contenía, y el carácter de su autor no suponía precisamente una ayuda para su difusión. En 1820 consiguió permiso para impartir clases en la Universidad de Berlín y no se le ocurrió nada mejor que competir con Hegel (el filósofo oficial y el más popular de Alemania en aquel momento) haciendo coincidir sus horarios, con el resultado de que mientras en el aula de Hegel se apretujaban más de doscientos alumnos, en la de él no pasaban de cinco. Su carrera docente no duró más que un semestre.
Durante años estuvo en la más absoluta soledad intelectual. (Y no sólo intelectual. Su carácter, ya difícil de por sí, se fue agriando cada vez más con el despecho que le producía la falta de resonancia de su obra, y la relación con los «gusanos bípedos» de sus sucesivos entornos de hombre itinerante, se le fue haciendo cada vez más complicada. El matrimonio, por otra parte, no vino a mitigar esa soledad: los «animales de cabellos largos e ideas cortas» nunca pudieron soportarlo mucho tiempo seguido, y permaneció célibe -aunque no virgen- toda su vida).
Una de sus estrategias para inmunizarse contra la decepción era la de considerarse muy por encima de sus contemporáneos; otra, consistía en tratar de refugiarse en su obra, diciéndose que lo que le estaba sucediendo no le sucedía a él realmente, porque él era otro: él era el que escribió “El mundo como voluntad y representación”, una gran obra filosófica. Pero el silencio exterior (la realidad de que el público ignorase completamente su existencia) pesaba demasiado, y ante ese peso ninguna estrategia resultaba duradera.
En 1835, después de que su editor se negase a sacar una segunda edición de su magna obra, publicó “Sobre la voluntad en la naturaleza” en otra editorial, y el resultado fue del mismo tipo: ciento veinticinco ejemplares vendidos en un año.
A pesar de este nuevo revés no perdió la esperanza de que su obra llegase a ser acogida en algún momento como era debido. Pero aún tendrían que pasar diez años, no ya para saltar a la fama y liberarse para siempre de la desolación de sentirse injustamente ignorado, sino simplemente para que empezasen a aparecer las primeras personas que se pusieron en contacto con él interesándose en sus ideas.
La fama, y con ella el final de su travesía del desierto, le llegó finalmente en 1851 con la publicación de “Parerga y paralipomena”, una obra filosófica menor, pero que contiene los “Aforismos sobre la sabiduría del vivir”, los cuales, gracias al cambio que se había operado en el signo de los tiempos, se convirtieron rápidamente en lectura de cabecera para la burguesía instruida.
* * *
Freud y Schopenhauer fueron casos que acabaron bien. Pero no todas las travesías del desierto tienen final feliz. No en todos los casos es de aplicación el comentario de la línea indicada del I Ching en toda su extensión:
«Esta es la caracterización de alguien que, en una época de alta cultura, está en un lugar donde nadie lo tiene en cuenta, y así no encuentra reconocimiento, lo cual constituye un grave freno para su actuación. Todas sus buenas cualidades y dotes espirituales se desgastan inútilmente. Empero, sólo es necesario cuidar de que el hombre albergue realmente en su interior una posesión espiritual. Entonces sin duda llegará finalmente la hora en que se desvanecerán los impedimentos y todo marchará bien».
Los casos donde los impedimentos no sólo no llegan a desvanecerse a tiempo, sino que el final es trágico, son abundantes:
El poeta Friedrich Holderlin (1770-1843) fue empujado a la locura, además de por una madre egoísta y manipuladora ante la que no fue capaz de rebelarse, por la indiferencia de sus contemporáneos, que no supieron ver el extraordinario valor de su obra.
El matemático George Cantor acabó de un modo parecido por sus tratos con el infinito (que sentaron las bases de la matemática moderna) y por las zancadillas que le pusieron los prejuicios de algunos de sus colegas. (Pues tampoco el platónico y aparentemente cristalino mundo de las matemáticas está exento de los dogmatismos y tabúes que aquejan al mundo real).
John Kennedy Toole se suicidó después de perder la esperanza de publicar su novela “La conjura de los necios”, que le consagró como uno de los grandes novelistas norteamericanos en cuanto salió a la luz, once años después de su muerte.
Etcétera. © Antón Rodicio 2011.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario