Florencia. En lo alto de la cúpula de Brunelleschi. Los cuatrocientos sesenta y tres escalones y las decenas de intensas horas de museos, monumentos y obras maestras del arte, quedan atrás, y la ciudad se abre ante mis ojos en un luminoso día de agosto.
La impresionante mole del Palazzo Vecchio, con la esbelta torre que contrarresta la severidad de sus almenas, es lo primero que llama mi atención. A su sombra distingo las esculturas de la Loggia dei Lanzi, y hacia la parte del río, la Galleria degli Uffizi, que guarda en sus entrañas los tesoros de Botticelli y algunos de Miguel Ángel, Tiziano, Caravaggio, Leonardo, Rubens y Rafael.
El estrecho corredor exterior que circunda la linterna de la cúpula está lleno de turistas. Me dejo llevar en sentido contrario a las agujas del reloj y no tardo en divisar los mármoles blancos y verdes de la fachada de la iglesia de la Santa Croce, donde se encuentran las tumbas de Maquiavelo, Galieo y Miguel Ángel, y también la de Dante, vacía, esperando inútilmente que Rávena devuelva los despojos mortales de a quien los florentinos repudiaron en vida.
Un cuarto de vuelta más allá acierto a discernir entre los tejados el de la Galleria dell’Accademia, que acoge la escultura más famosa del mundo: el David de Miguel Ángel. Seguidamente aparece la cúpula de las capillas mediceas, con las tumbas de diversos miembros prominentes de la familia Medici, a quien Florencia debe gran parte de lo que es. Unos pasos más adelante diviso la iglesia de Santa Maria Novella, y poco después mis ojos tropiezan con el campanile: la torre de las campanas de la propia catedral, completando así la vuelta en torno a la linterna.
Salgo del flujo de gente que deambula por el corredor, acercándome a la barandilla. Me percato de que es considerablemente más baja que la de la cúpula de San Pedro, en el Vaticano, o la de la catedral de San Pablo, en Londres. Observo también que, a diferencia de estas dos últimas, aquí se alcanza a ver casi en vertical el suelo de la plaza que rodea el edificio.
Miro hacia abajo. Mi límite visual de la parte alta de la cúpula, la base y una de las aristas laterales del campanile y la base de dos de los edificios que cierran la plaza por el sur, enmarcan un triángulo sobre el que hormiguean docenas de personas cien metros por debajo de mí.
El vértigo es considerable, y el hecho de que el campanile se levante casi hasta la misma altura a un tiro de piedra de donde me encuentro, lo multiplica. Siento el impulso de alejarme de la barandilla, pero la atracción del vacío me mantiene pegado a ella.
A mis oídos llega la conversación que mantienen tres muchachos a mi derecha. Uno de ellos, convenientemente parapetado detrás de su intelecto, dice que eso del vértigo es una bobada: tú sabes que el suelo, la barandilla y toda la estructura que aquí te sostiene, no va a ceder, y sabiendo eso, nada más es pertinente. Uno de sus compañeros replica, jugando con la razón y la lógica, que no hay seguridad absoluta de que no vaya a ceder: por mucho que no lo haya hecho en el pasado, puede hacerlo ahora o en cualquier otro momento. El tercer muchacho parece distanciarse de sus compañeros con un comentario inesperado: el de que este es un buen lugar para suicidarse. Le miro con curiosidad, pero no, sus palabras no han salido de un sitio más profundo que las de los otros dos.
Mis ojos se dirigen de nuevo hacia abajo, abstrayéndome del entorno. La llamada del vacío es intensa. El impulso de volver a la escalera que hasta aquí me trajo y regresar al suelo, es fuerte, pero la seducción del abismo lo anula. Ambas fuerzas se equilibran y me mantienen arrimado a la barandilla, viendo el pulular de personas cien metros más abajo. El precipicio interior y el precipicio exterior se encuentran frente a frente, reflejándose mutuamente.
Independientemente de que haya hablado desde la superficialidad, el tercer muchacho tiene absoluta razón. El lugar es perfecto; la acción, extremadamente fácil. Un pequeño salto y todo quedará atrás: conflictos, insomnios, esperas, afanes, escisiones, desasosiegos, fragmentaciones... Un pequeño salto y la liberación, el infinito, la suprema felicidad del abandono de los límites, la paz completa y definitiva, sobrevendrán. Un pequeño salto y el abismo insondable que me habita quedará, al fin, colmado.
El tiempo de pensar se acaba. El equilibrio de las dos fuerzas que impulsan en sentidos contrarios es en medio de una enorme tensión. El atajo hacia la eternidad redobla su hechizo: precipitarse en el vientre de la nada significa también la liberación de esta tensión.
El tiempo se acaba. La tensión se hace insoportable. El tiempo se acaba. Lo inevitable va a suceder. El tiempo se…
¡Ah, despertador, bendito despertador, que aunque fomentas el insomnio y nos martirizas cada mañana, nos liberas también a veces de pesadillas indeseadas! © Antón Rodicio 2010.
jueves, 19 de agosto de 2010
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