En 1819, John Keats, al escuchar el canto de un ruiseñor en la noche, escribe una oda, y en ella dice que ese ruiseñor es el que en campos de Israel, veinticinco siglos antes (por lo menos), escuchó cantar Ruth la moabita.
Hacia mediados del siglo XX, Borges se extraña de que los críticos ingleses de Keats vean un error en la implícita identificación del pájaro individual con la especie, y recurre a un párrafo de Schopenhauer para borrar toda oposición entre uno y la otra.
Esto dice Schopenhauer (capítulo 41 del segundo volumen de “El mundo como voluntad y representación”): «Preguntémonos con sinceridad si la golondrina de esta primavera es otra que la de cualquier primavera pasada y si realmente entre las dos el milagro de sacar algo de la nada ha ocurrido millones de veces para ser burlado otras tantas por la aniquilación absoluta. Quien me oiga asegurar que el gato que ahora juega en el patio es el mismo que allí brincaba y hacía travesuras hace trescientos años, pensará de mí lo que quiera, pero locura más extraña es imaginar que fundamentalmente es otro». Es decir -concluye Borges-, el individuo es de algún modo la especie, y el ruiseñor de Keats es también el ruiseñor de Ruth. Y como explicación del error que ven los críticos ingleses, da la de que la mente inglesa no es, por escrúpulos éticos, platónica, sino aristotélica, y por tanto incapaz de identificar el pájaro concreto que come, vive y sufre, con su correspondiente arquetipo platónico.
Yo entiendo poco de mentes inglesas, pero a quien confieso no entender absolutamente es a Borges.
Desconozco si Schopenhauer tuvo cerca algún animal en su vida, pero Borges sí lo tuvo: un gato con el que mantuvo una estrecha relación, hasta el punto de decir en una entrevista (ver María Esther Vázquez, “Borges, sus días y su tiempo”, conversación XV) que el animal le hace tanta compañía que le parece imposible poder vivir sin él. Bien, pues este mismo Borges le dedica a este mismo gato, llamado Beppo, un poema (incluido en su libro “La cifra”) en el cual dice de él lo mismo que dice del ruiseñor de Keats: que es «un simulacro que concede al tiempo un arquetipo eterno». Y esto es lo que yo no puedo entender. ¿Cómo en la estrecha relación de convivencia con su gato, no pudo sentir Borges que se trataba de un animal único, distinto de todos los gatos que fueron y de todos los que serán?
Yo tengo un perro, un golden retriever llamado Argos,
con el cual he aprendido que el individuo no es en modo alguno la especie. La especie no es más que una abstracción, pero el individuo es real. Este perro inteligente y bonachón, que tan cariñosamente se echa a dormir sobre mis pies, con quien he caminado miles de kilómetros, a quien doy de comer todos los días, baño cada dos semanas, desparasito cada mes, vacuno cada año, y en cuyos ojos leo continuamente la necesidad de sentirse querido y acompañado, no es un perro platónico. A este perro lo salvo yo de ser un simulacro; y si a Beppo no pudo Borges salvarlo, lo siento por Beppo, y sobre todo por Borges.© Antón Rodicio 2009.
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Antón, alguien ha dejado un comentario en mi blog y rastreando, como buen perro – que siempre ha existido alguno en mi vida—he llegado hasta aquí. Tienes razón: el gato de Borges, tu perro, los míos…los petirrojos que han vuelto al árbol en que anidaron la primavera pasada, son únicos! Me pasaré por aquí porque en lo que sí creo es en el azar.
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