Sacándonos del centro y rebajándonos
a la mera condición de vagabundos,
Copérnico nos liberó de la más grande
idea jamás preconcebida.
Demasiado, sin duda, hubiera sido
pedirle que fuese capaz de despojarnos asimismo
de la siguiente en falsedad y peligro:
la de buscar la perfección, creyéndola
deseable y posible;
un lastre que retrasó mucho más de lo debido
de las ideas copernicanas el triunfo definitivo.
Dando por supuesto que el movimiento planetario era perfecto
–circular y con igual velocidad en cada punto del trayecto–,
una y otra vez colisionaban los astrónomos
con la tenaz obstinación de los hechos:
lo que el modelo copernicano de ese modo predecía, se ajustaba
tan poco a lo que el cielo reflejaba,
como ocurría en el viejo modelo ptolemaico, que llevaba,
con su ejército de ciclos, epiciclos, deferentes y ecuantes,
quince siglos precisando corrección tras cada nueva observación.
Hasta que Kepler, después del enésimo revés,
tuvo la crucial revelación:
asolada por las guerras,
la Tierra era un planeta de manifiesta imperfección,
¿y qué podía, si así era el planeta, esperarse de su órbita?
Liberado de la esclavitud de que tuviera
que ser la trayectoria a toda costa circular,
nada tardó en encontrar la solución de que la elipse,
curva que Apolonio describiera
mil setecientos años atrás,
encajaba totalmente con los datos
de ruta y velocidad.
La libertad con respecto a las ideas preconcebidas
es la verdadera libertad.
Kepler se liberó de la idea del perfecto movimiento planetario;
el actual es el tiempo de liberarse de la muy dañina
idea de la perfección divina.
© Antón Rodicio 2024
domingo, 28 de enero de 2024
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