La serpiente llevaba meses rondándome, pero siempre a escondidas, oculta entre la maleza. Esta vez, sin embargo, se mostró abiertamente, y esa fue su perdición. Salió a cielo abierto y la vi cuán larga era, arrastrando por el camino sus más de dos metros de cuerpo plateado. No fallé: de un certero golpe con un sable le separé limpia y rotundamente la cabeza del cuerpo. Y luego, como si quisiese comprobar que mi parte artística no había quedado afectada por lo que acababa de suceder, le pedí a una amiga que juntase las dos partes del ofidio para hacerle una fotografía. Ella lo hizo con maestría, y salió una imagen extraordinaria.
El gato también llevaba tiempo oculto en mis proximidades. Hacía unos meses lo había visto robándome unas magdalenas y lo había perseguido, pero no lo había alcanzado. Ahora, sin embargo, lo descubrí en una de las habitaciones de mi casa, él y yo dentro de la habitación y con la puerta cerrada. Tan gordo estaba que al principio lo confundí con un rottweiler. Por eso cogí un palo y me enfrenté a él, y entonces fue cuando me di cuenta de que era un gato, un enorme gato negro. Viéndose acorralado, se puso furioso y en actitud de atacarme. Yo temí que fuese a lanzárseme a la cara y sacarme los ojos con las uñas, por lo que traté de ir hacia la ventana para abrirla y que el felino pudiese huir por allí. No hizo falta, porque la ventana estaba, en realidad, ligeramente entreabierta, muy ligeramente, y el gato, de un salto y con un leve malabarismo, logró colarse por la abertura. Aliviado me asomé para ver cuál había sido el resultado de la huida, y entonces vi, para mi sorpresa, ya que la altura no era para tanto, que el gato se había destrozado contra el suelo. Tenía multitud de fracturas, el rabo y la cabeza separados del cuerpo, el pecho despellejado… Aún se movía, pero, evidentemente, estaba en las últimas. © Antón Rodicio 2012.
domingo, 7 de octubre de 2012
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