Tenochtitlan, la capital de los aztecas, en un día cualquiera del México prehispánico. Ante el santuario del dios Huitzilopochtli, símbolo del Sol, en lo alto del Templo Mayor de la ciudad, se va a proceder a uno de los veinte mil sacrificios humanos que en este lugar se realizan anualmente. (Los aztecas, Pueblo del Sol, están obsesionados por la sangre humana y por procurársela a su dios, a fin de que el Sol se mantenga en su curso; los guerreros enemigos capturados en sus continuos combates con los pueblos vecinos, son su mayor fuente de ella). El sacerdote sacrificador, mientras cuatro ayudantes la sujetan por las cuatro extremidades, le hace a la víctima una incisión con un afilado cuchillo de obsidiana y le extrae el corazón. Lo deposita en un vaso destinado a la alimentación del dios, y asperja con sangre su inmensa imagen. Seguidamente corta la cabeza del inmolado y la coloca en un rellano preparado al efecto. Luego arroja el cuerpo escaleras abajo, para que sea objeto de una comida caníbal en la que participa toda la multitud de fieles. En ocasiones a quien comen es al mismo dios. Moldean una imagen humana de la deidad amasando diversas clases de semillas con sangre de los sacrificados, y colocan esa imagen en el altar principal del templo. Un sacerdote hunde repetidamente un dardo con punta de pedernal en el pecho de la imagen, y a esto le llaman “matar al dios Huitzilopochtli para que su cuerpo pueda ser comido”. Seguidamente dividen la imagen en pequeños trozos, los reparten entre los fieles y se los comen.
Grecia, en mitad de un invierno de la antigüedad; no un invierno cualquiera, sino uno de cada dos. La oreibasia, un rito en honor de Dionisos, está en marcha. Las mujeres, tanto las matronas como las doncellas, abandonan la ciudad y suben en procesión a un monte solitario. Allí, sin contacto con hombre alguno, se lanzan a un desenfreno de alcohol, misticismo y alucinógenos, bailando desnudas y en éxtasis, agitando sus largos cabellos, durante noches enteras. Al final todas ellas participan de una comunión en carne y sangre con el dios, despedazando viva una cabra joven que lo representa y comiéndola cruda.
Un domingo del siglo XXI en casi cualquier ciudad de Occidente. Un grupo de fieles se reúne en una iglesia para asistir al Santo Sacrificio de la Misa. En un determinado momento de la celebración, el oficiante, ante una copa que contiene «vino con unas gotitas de agua», y un platillo con una oblea de trigo, pronuncia unas palabras. Con ello, lo que antes era pan de trigo y vino, se convierte literalmente (y esto es un dogma) en el cuerpo y la sangre de Cristo, el dios de los cristianos. Acto seguido, el oficiante y los fieles, proceden a comer y beber ese cuerpo y esa sangre. © Antón Rodicio 2009.
martes, 7 de abril de 2009
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