viernes, 30 de diciembre de 2011

El lugar de las curas radicales

Entre el aquí y el allí,
entre el hoy y el incierto mañana,
en el camino hacia la plenitud del paraíso o sobre las negras fauces de la nada.
© Antón Rodicio 2011.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Del amor sublime

Wolfram von Eschenbach y Dante Alighieri son para mí los dos poetas más grandes de la literatura medieval europea. El tema del amor está en la base de “Parzival” y de “La Divina Comedia”, sus respectivas obras cumbres. Pero las diferencias entre ellos son radicales. En boca de Parzival son imaginables, y probables, palabras dirigidas Condwiramurs como las siguientes, que Dante jamás osaría decir a Beatriz:

La luz de tus ojos será para siempre mi único Dios, mi paraíso y mi guía. Todo lo que soy lo pongo en tus manos. Mi vida eres tú.
© Antón Rodicio 2011.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

La tensión de los opuestos

Entre la claridad y el misterio se encuentra el lugar en el que la vida puede llegar a ser arte. © Antón Rodicio 2011.

martes, 25 de octubre de 2011

Volar

El ser humano ha cumplido su sueño de siglos de elevarse por los aires, incluso a velocidades que jamás había osado imaginar; pero volar volar, con el viento en la cara, libre como los pájaros, en la total ausencia de límites que lo constriñan, nunca podrá hacerlo más que en los sueños, en esos sueños que Freud pretendió a toda costa reducir y emporcar, pero que constituyen acaso el recuerdo más inexpugnable de que somos, a pesar de todo, de la estirpe de los dioses. © Antón Rodicio 2011.

lunes, 22 de agosto de 2011

Botticelli y Simonetta

En la sala 10-14 de la florentina Gallerie degli Uffizi está “La Primavera” de Sandro Botticelli, una de las pinturas más famosas del Renacimiento.
En el centro del cuadro aparece Venus, la diosa del amor. A la derecha, el viento Céfiro persigue a Cloris, la inocente ninfa de la Tierra, que al ser tocada por él se transforma en Flora, diosa de la vegetación y de las flores. Por encima de Venus está Cupido, con alas y con los ojos vendados, dispuesto a lanzar su flecha. En la parte izquierda danzan las Tres Gracias, y hacia ellas, concretamente a la del centro, Castitas, apunta la saeta. En el extremo izquierdo del cuadro, el dios Mercurio aparta con su caduceo las nubes que pretenden entrar en el Jardín del Amor.

El rostro de Castitas en esta pintura es el de una mujer real de la época de Botticelli: Simonetta Cattaneo, esposa de Marco Vespucci, y el de Mercurio, hacia el que Castitas dirige la mirada, corresponde a su amante Giuliano de Médici, hermano menor de Lorenzo el Magnífico.

Simonetta fue unánimemente considerada por sus contemporáneos como la mujer más bella de la Florencia renacentista, y además de en “La Primavera”, sus rasgos aparecen en otras muchas pinturas de Botticelli. Son, por ejemplo, los de la figura principal de “El nacimiento de Venus”,
otro famoso cuadro del maestro florentino, en la misma sala del mismo museo, en el cual la diosa del amor, flotando desnuda en el mar de pie sobre una concha, es empujada por el viento Céfiro y la brisa Aura hacia la costa, en donde la espera la diosa de la Primavera con una túnica para cubrir su desnudez. Y es también el de Simonetta el rostro de la Venus de “Venus y Marte”,
otro célebre cuadro de Botticelli, que se exhibe en la National Gallery de Londres, y en el que Marte es, a su vez, un retrato de Giuliano.

Además de servirse de sus rostros en sus cuadros, Botticelli pintó también retratos de ambos. De Simonetta hay uno en la Gemäldegalerie de Berlin,
y de Giuliano, otro en la Colección Crespi de Milán.

Simonetta murió de tuberculosis en 1476, a los 23 años, y Giulano dos años más tarde, cuando tenía 25, asesinado en la catedral de Florencia en la fallida conspiración de los Pazzi, que perseguía arrebatar el poder a la familia Medici.

Que Botticelli estuvo enamorado, platónicamente, de Simonetta, parece fuera de toda duda. Lo atestigua la cantidad de veces que la pintó, y lo atestigua el hecho de que treinta y cuatro años después de la muerte de ella, él, sintiendo cercana la suya, pidiese ser enterrado a los pies de su tumba, en la iglesia de Ognissanti.
Deseo que le fue concedido. © Antón Rodicio 2011.

[Las cinco primeras imágenes de esta entrada provienen, respectivamente, de:
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/3/3c/Botticelli-primavera.jpg http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/4/47/La_nascita_di_Venere_%28Botticelli%29.jpg
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/7/7d/Venus_and_Mars.jpg
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/d/d2/Sandro_Botticelli_066.jpg
http://paintingdb.com/s/7849/]

domingo, 19 de junio de 2011

De caminos y tesoros

Borges lo dijo con maestría y economía de medios en “Historia de dos que soñaron”, tomándolo de “Las mil y una noches”. Mircea Eliade lo relató brevemente en “La prueba del laberinto”, remitiéndose a los “Khassidischen Bücher” de Martin Buber. Paulo Coelho, con el insoportable tufo pseudoespiritual que le caracteriza, malgastó doscientas páginas para no decir más en un libro de título inexplicable: “El alquimista”. Yo lo diré en una sola línea: He recorrido buscándote todos los caminos del mundo y estabas donde di el primer paso. © Antón Rodicio 2011.

jueves, 9 de junio de 2011

Del canto de la sirena

En el libro XII de la Odisea, Ulises se las arregla para escuchar el canto de las sirenas y no sucumbir. Habiendo oído que todo marinero que las escucha resulta hechizado, cayendo en un estado abrumador que lo aparta de su ruta y le hace estrellar su navío contra los arrecifes, tapa los oídos de su tripulación con cera y luego se hace atar al mástil, para que el efecto de la música sobre él no tenga consecuencias irreparables.

Evidentemente, esta hazaña de Ulises es de un mérito limitado, y poco dice sobre su madurez y su grado de evolución. La verdadera heroicidad (o mejor sería llamarla temeridad, si se hace con conocimiento de causa) estaría en escuchar el canto, no de las sirenas, sino de una sola sirena, sin mástil alguno para protegerse, y salir indemne, esperando a que el canto concluya de modo natural.

Pero hay algo peor aún que eso: que mientras uno escucha embelesado su canto, la sirena se calle de pronto y desaparezca. Mucha heroicidad, mucha fuerza interior, mucha madurez y mucha evolución necesitará un tal Ulises en una situación así para no volverse loco y no perder el rumbo, el navío y la vida corriendo tras ella.

(La sirena en ningún caso corre riesgo alguno, pues al tratarse de un ser bidimensional, carente de profundidad, nada hay en el mundo de los humanos que pueda dañarla).  © Antón Rodicio 2011.

[Las imágenes de esta entrada provienen, respectivamente, de:
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/a/a5/Draper-Ulysses_and_Sirens.jpg
http://andieairfix.files.wordpress.com/2011/02/waterhouse-siren.jpg]

sábado, 21 de mayo de 2011

Tesoros, dragones y doncellas

Las luchas contra dragones y otros grandes reptiles, principalmente serpientes, es un asunto de honda raigambre en la imaginación occidental.

En la mitología griega, por ejemplo, Apolo mató a la serpiente Pitón y se hizo así con el templo de Delfos, donde tenía su sede el oráculo de la Tierra-Madre.

El simbolismo cristiano ve al dragón y a la serpiente como personificación de lo diabólico, y en particular de Lucifer, al que el arcángel Miguel venció y arrojó a las profundidades del infierno (siendo esta razón por la que se asocia al dragón con el elemento fuego, y por la que se lo representa escupiendo fuego). La lucha con el dragón es, por tanto, la lucha contra el mal, y su representación es un tema de largo recorrido en la pintura occidental. Un cuadro casi surrealista pintado por Uccello hacia 1470, que se exhibe en la National Gallery de Londres;

una pequeña pero magnífica tabla realizada por Rafael en 1504, que se conserva en el Louvre,

y una exuberante pintura de Rubens en el Museo del Prado, ejecutada hacia 1506,

son algunos de los pasos más famosos de este recorrido. La imaginería de todos ellos se basa en una leyenda que se repite con ligeras variaciones en las tradiciones populares de diversos países, y que fue incluida por Jacobo de la Vorágine en su “Leyenda dorada” a mediados del siglo XIII.

En esta versión, los hechos ocurren en la Capadocia (Turquía). Un dragón ha hecho su guarida en la fuente que abastece a una ciudad, y los ciudadanos deben apartarlo diariamente de allí para coger agua. Lo consiguen mediante la ofrenda de una víctima humana que se elige al azar entre los habitantes. Un día la seleccionada es la hija del rey. Cuando está a punto de ser devorada por el dragón aparece San Jorge, oficial romano de Capadocia, que se enfrenta al dragón, lo mata y salva a la princesa. Los agradecidos ciudadanos abandonan entonces el paganismo y abrazan el cristianismo.

En la psicología junguiana, la doncella que el caballero debe salvar del dragón, simboliza el “ánima”, elemento femenino en la psique masculina (lo que Goethe llamó “el Eterno Femenino”), y el dragón es con frecuencia “la madre” (o para decirlo con más exactitud, el complejo materno).

Dice Jung: «En los mitos el héroe es aquel que vence al dragón, no el que es devorado por éste. (…) El héroe tampoco es aquel que nunca se encontró con el dragón, o que lo vio y luego negó haberlo visto. Asimismo, sólo aquel que se ha arriesgado a luchar con el dragón y no es vencido, consigue el tesoro escondido, el “tesoro difícil de obtener”. Sólo él tiene el verdadero derecho a la confianza en sí mismo, pues ha enfrentado el fondo oscuro de su ser y ha ganado».

Esto dice Jung, y yo coincido en que las batallas contra los dragones son muy difíciles de librar, y en que hay dragones muy difíciles de vencer. Pero también digo que además del punto de vista de Jung, cabe otro, no opuesto a él, sino complementario, que me parece muy pertinente para esta época nuestra que ha llevado hasta las últimas consecuencias el combate contra la Tierra-Madre que Apolo inició. En este otro punto de vista, la cuestión no es cómo vencer al dragón para arrebatarle el tesoro, sino cómo reconciliarse con el dragón para comprender que el tesoro siempre fue nuestro. (Evidentemente, nadie podrá reconciliarse con estos dragones si no ha vencido antes a algunos de los dragones de Jung.) © Antón Rodicio 2011.

[Las imágenes de esta entrada provienen, respectivamente, de:
http://preamp.us/galaxy09/wp-content/uploads/2011/01/Paolo_Uccello_047b.jpeg
http://www.zaleuco.it/pittura/sanzio/05930550.jpg
https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh1Ws6yQdFOp4RV6IgbHGjbdGxW9ApQ_YCwJMNjphXAiYYTOlNzua9XrOc0ZOuG4o_Nk3Lxz0MXVyeVfDn6AUtAO0-jjSUhPsoNVgqBklTD-5TbcbrXaheptB85aNqojS_IltSftRDc4wg/s1600/rubens-lucha-de-san-jorge-y-el-dragon-1607.jpg]

miércoles, 4 de mayo de 2011

Leda y el cisne

Las relaciones sexuales de una mujer con el espíritu de Dios en forma de paloma u otra ave no es algo privativo del cristianismo. En la mitología griega ese fue también uno de los disfraces que utilizó Zeus para tener acceso a una mortal. Leda se secaba al sol después de haberse bañado en el río Eurotas cuando se acercó a ella un hermoso cisne fingiendo ser perseguido por un águila. Lo vio tan frágil, tan inocente y tan desvalido, que no dudó en permitirle que se refugiase en su regazo. Nada sabía Leda de lo suaves que pueden llegar a ser las plumas de los cisnes. Ni sospechaba las caricias que pueden llegar a proporcionar. Ni se imaginaba lo fácil que puede resultar abandonarse a las situaciones más insólitas cuando se están siguiendo, sin saberlo, los designios de la divinidad. Totalmente entregada, consintió, al igual que María, que el blanco animal hiciese en ella según sus deseos. Y el resultado no fue un supuesto mesías, sino dos huevos con dos crías cada uno. Aunque en honor a la verdad hay que decir que no todo fue obra de Zeus, pues Tindáreo, el esposo mortal de Leda, no estuvo tan inactivo como José, y dos de los cuatro retoños le correspondían a él.

La travesura olímpica tuvo prolongadas consecuencias en el arte. Jacobo Ripanda hacia 1505,

Leonardo da Vinci entre 1515 y 1520,

Miguel Ángel en 1530,

Correggio hacia 1531,

Bartolomeo Ammanati hacia 1550,

Boucher en 1742,

Auguste Clésinger en 1864,

Jules Roulleau en 1890,

Nikolai Kalmakov en 1917,

Paul Mathias Papua en 1938,

Dalí en 1949,

o Igor Zeinalov en la actualidad,
son sólo algunos de los artistas que desde el Renacimiento hasta hoy se han ocupado del tema. © Antón Rodicio 2011.

[Las imágenes de esta entrada provienen, respectivamente, de:
http://www.historia-del-arte-erotico.com/1528/jacopo%20ripanda%20-%20grabado%20de%20marcantoo%201500-5.jpg
http://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Leda_and_the_Swan_1510-1515.jpg
http://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Leda.jpg
http://en.wikipedia.org/wiki/File:Correggio_Leda.jpg]
http://corvus.freeshell.org/corvus_corax/two/art/leda/Leda_with_the_Swan_by_Bartolomeo_AMMANATI_marbe_Museo_Nazionale_del_Bargello_Florence.jpg
http://www.settemuse.it/pittori_scultori_europei/boucher/francois_boucher_014_leda_e_il_cigno.jpg
http://www.esacademic.com/pictures/eswiki/77/Musée_Picardie_Beaux-arts_08.jpg
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/6/67/Léda_et_le_Cygne_Amiens_FRA_001.jpg
http://art.vniz.net/kalmakov/Kalmakov-Leda_and_the_Swan-1917.jpg.shtml
http://www.mynameispeter.info/post/237218158/wickedknickers-lacontessa-leda-und-der
http://en.wikipedia.org/wiki/File:Leda_atomica.jpg
http://www.zeinalov.com/htm/e/erotic/leda_01.htm]

martes, 3 de mayo de 2011

Casi cien años y a pie de obra

Si quisiéramos trazar la crónica de los seres humanos que mantuvieron una actividad intelectual, artística o política de alto nivel hasta edades avanzadas, no deberíamos olvidarnos de Konrad Adenauer, que fue elegido canciller de la República Federal de Alemania en 1949, cuando tenía setenta y tres años, y reelegido en dos ocasiones, desempeñando el cargo durante catorce años consecutivos, en los cuales tuvo lugar el llamado milagro económico alemán.

Tampoco deberíamos olvidarnos de Carl Jung, uno de los padres de la psicología moderna, que finalizó la que acaso sea su obra capital, “Mysterium Coniunctionis”, pasados los ochenta años, y continuó produciendo escritos importantes hasta su muerte en 1961, a los ochenta y siete.

También habríamos de tener en cuenta a Tiziano Vecelio, una de las cumbres de la pintura universal, cuyas obras más conmovedoras son las que creó a partir de los setenta y cinco años, y a quien la muerte sorprendió poco antes de cumplir los cien, cuando estaba inmerso en la ejecución de un cuadro de nada menos que tres metros y medio de largo por casi cuatro de alto.

A estos tres y a muchos otros deberíamos tener en cuenta: Ingmar Bergman, Ernst Jünger, Pablo Picasso, Wiston Churchill, Bertrand Russell, Giuseppe Verdi, Louise Bourgeois…

Pero a quien yo pondría en el lugar de honor es al legendario Dux veneciano Enrico Dandolo, que a pesar de ser elegido para el más alto cargo oficial de su República a los ochenta y cinco años y estar casi ciego, consiguió, gracias a su tremenda energía física y mental, su ambición y su capacidad de intriga política, sentar las bases del poder político y comercial de Venecia sobre el Mediterráneo oriental. Su mayor hazaña y la clave de su éxito aparece referida en unas cuantas páginas del tercer volumen de la “Historia de las cruzadas” de Steven Runciman. Comenzó a tomar forma en 1202, en el décimo año de su mandato, cuando consiguió utilizar para sus propósitos un gran ejército constituido para fines radicalmente distintos. Importándole bien poco la excomunión papal, se las arregló para desviar la Cuarta Cruzada de su objetivo original de la lucha contra el Islam, dirigiéndola hacia la conquista de territorios cristianos que estorbaban los planes de expansión venecianos. Primero cayó la ciudad de Zara, perteneciente al reino de Hungría, y diecisiete meses más tarde, nada menos que Constantinopla, la capital del Imperio Bizantino, cuya operación de asalto a las murallas fue dirigida a pie de obra por el propio Dandolo, con noventa y siete años y su ceguera casi total, el 12 de abril de 1204. La Enciclopedia Católica afirma erróneamente que luego de esta victoria los barones le ofrecieron la corona imperial y él la rechazó, pero lo cierto fue que los venecianos se quedaron con las tres octavas partes de Constantinopla y con todas las zonas del imperio que estimaron útiles para asegurar su supremacía marítima. Y esta fue la base sobre la que Venecia llegó a ser la ciudad de ensueño que hoy conocemos. © Antón Rodicio 2011.

jueves, 24 de marzo de 2011

Paisajes del alma: Santa Cristina de Ribas de Sil

Locus amoenus, paisajes del alma, paraísos de la memoria, refugios de la geografía interior…

Lugares que no dejan de crecer en el recuerdo, ni de enriquecerse en la imaginación, ni de expandirse en el corazón. Lugares que, visitados una vez, no dejan de pedir el retorno, hasta llevarnos de vuelta a ellos en muchas ocasiones. Lugares que se meten hasta tal punto en el alma, que si uno fuese dado a creer en reencarnaciones, no le quedaría más remedio que preguntarse cuántas veces habría vivido en ellos en vidas anteriores.

Diseminados por la geografía del románico español yo tengo un puñado de sitios así. Parajes en plena naturaleza, deshabitados, con construcciones antiguas en mejor o peor estado. Parajes con leyendas e historia escrita. Remansos de paz, de quietud y silencio, con fácil conexión a la eternidad.

Uno de los más cercanos y de los más queridos se halla en el antiguo bosque de Merilán, bajo el monte Barone, o Baron, o Barosi, o Meta, que de todas estas formas se le llama en los documentos del siglo X al que hoy se conoce como Cabeza de la Meda, elevado vigía del cañón y la ribera sagrada del Sil, entre las provincias de Lugo y Orense.

Santa Cristina de Ribas de Sil, en tierras de rezos y castaños, de centeno y granito, de románico y viñedos en bancales.
Santa Cristina de Ribas de Sil, en tierras donde las gentes cuelgan las imágenes de los santos en los troncos de los árboles, burlando a Martín de Braga y reivindicando, sin saberlo, a Prisciliano.
Santa Cristina de Ribas de Sil, en tierras que presenciaron la transformación del Grial en el «Santo Grial», luego de que un clérigo se lo robase a la moura encantada en forma de serpiente que lo custodiaba.
Porque aquí cada fuente tiene una ninfa, cada castaño es la morada de un duende, y cada roca, el lugar al que sale a peinarse una moura. Aquí las hadas se materializan de rayos de luz atrapados en la alquimia del granito, y las sílfides acuden a sus liturgias con el cabello recogido en pañoletas de niebla. Aquí la frontera entre los dos mundos no es más densa que la cortina del orvallo. © Antón Rodicio 2011.

viernes, 4 de marzo de 2011

De los límites del genio

Una parte de la fama del cuadro de Andrea Verrocchio “El bautismo de Cristo”, que se conserva en la Galleria degli Uffizi de Florencia,
se debe al hecho de que en él está el primer trabajo importante de Leonardo da Vinci en pintura. Leonardo era aprendiz en el taller de Verrocchio y pintó una parte del cuadro, concretamente uno de los dos ángeles (el de la izquierda) y el paisaje del fondo. Hay quien considera que el ángel de Leonardo es muy superior (palabra siempre odiosa relacionada con el arte) a su compañero de Verrocchio: por ser más dinámico, más elegante, por los drapeados de su vestimenta… Puede ser, pero no quiero detenerme en los ángeles, sino hablar del cuadro entero. Porque a mí la parte pintada por Verrocchio, y en particular la imagen de San Juan Bautista, me parece extraordinaria: ese cuerpo tallado a cincel, esas extremidades que son músculo sobre hueso, esa fuerza interior arrolladora, ese huracán al lado del cual Cristo no parece más que un tímido adolescente, ese rostro labrado en piedra en el que hay algo tan cercano a la terribilitá de Miguel Ángel… Muchos años después de este cuadro, cuando ya estaba lejos de la etapa de aprendiz, Leonardo pintó también un “San Juan Bautista”, que está ahora en el Museo del Louvre de París
y que, sin menoscabo de su valor artístico, no deja de ser la representación de un amanerado, mientras que el de Verrocchio es, sin duda, el Jokanaan de la “Salomé” de Oscar Wilde y de la “Salomé” de Richard Strauss: un hombre sobre el cual ha soplado el aliento de Dios (y seguramente lo ha trastornado, como ocurre frecuentemente en estos casos, sobre todo cuando cursan con un fuerte ascetismo; pero esa es otra historia). © Antón Rodicio 2011.
[Las imágenes de esta entrada proceden, respectivamente, de
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/e/e8/Andrea_del_Verrocchio_002.jpg
y de
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/3/39/Leonardo_da_Vinci_025.jpg]

lunes, 31 de enero de 2011

De las travesías del desierto

Dice el “I Ching” -edición de Richard Wilhelm- en el comentario a la línea tercera del hexagrama 50:

«Esta es la caracterización de alguien que, en una época de alta cultura, está en un lugar donde nadie lo tiene en cuenta, y así no encuentra reconocimiento, lo cual constituye un grave freno para su actuación. Todas sus buenas cualidades y dotes espirituales se desgastan inútilmente».

En una situación como la que estas líneas describen debió sentirse Sigmund Freud (1856-1939) en los años posteriores a la publicación de su obra capital “La interpretación de los sueños” (Viena, 1900). Había trabajado en ella durante más de cinco años, en un aislamiento intelectual casi absoluto, y cuando al fin salió a la venta, la reacción del mundo erudito y del público no pudo ser más gélida: 351 ejemplares vendidos durante los dos primeros años.

Una vez terminada su carrera de medicina en la Universidad de Viena, Freud se había dedicado a la investigación neuroanatómica y de las enfermedades neurológicas de la infancia en el laboratorio de Ernst von Brücke, sin conseguir la notoriedad que anhelaba. Hacia 1882 abandonó el laboratorio y hasta 1885 trabajó como residente en varios departamentos del Hospital General de Viena, interesándose en el estudio de las entonces llamadas «enfermedades nerviosas». Tampoco ahí consiguió la fama, y después de unos desafortunados artículos sobre las supuestas propiedades curativas de la cocaína y de una estancia de cuatro meses y medio como becario en París con el neurólogo Jean Martin Charcot, en 1886 dejó el hospital y abrió una consulta privada. Empezó tratando a sus pacientes neuróticos en la forma que era usual en aquella época: con electroterapia y curas de reposo, pero al ver la poca eficacia de estos procedimientos recurrió a la hipnosis, que había visto practicar a Charcot, y al método catártico, aprendido de su amigo y colega Josef Breuer. Espoleado por su arrolladora necesidad de hacerse famoso se empeñó en buscar una causa única para todas las neurosis, y como era de esperar la encontró precisamente en el lugar del que procedían sus propios problemas neuróticos: los traumas sexuales. Su intransigencia en ese principio único lo apartó de Breuer, dejándolo en el desierto intelectual. En 1896, justo después de la muerte de su padre, inició su «autoanálisis», basado en la interpretación de sus propios sueños y ayudado por la correspondencia con Wilhelm Fliess, un otorrinolaringólogo amigo suyo que vivía en Berlín. De ahí salió el material para el libro mencionado.

La situación interior de Freud en el período que siguió a su publicación era crítica. Lo había dado a la imprenta con el anhelo de que fuese recibido como la obra de un genio y le resarciese de sus frustraciones pasadas, y sus esperanzas no se cumplían: pasaba el tiempo y ni una hoja se movía para indicar que el libro significase algo para alguien. Freud estaba ya en la quinta década de su vida y sentía que era su última oportunidad para alcanzar la gloria. Este libro era su obra maestra; si con él no lo conseguía, ya con nada lo conseguiría. La posibilidad de quedar para siempre en el anonimato se le hacía cada vez más real. La perspectiva le resultaba aterradora.

Pero al fin las cosas empezaron a cambiar. En 1902, Wilhelm Stekel, médico de cabecera y aficionado al periodismo, leyó el libro y escribió una crítica favorable en un periódico vienés, y le propuso a Freud que formaran un pequeño grupo para hablar de psicoanálisis. Empezaron siendo cinco y reuniéndose en casa de Freud los miércoles por la tarde. Pero el grupo fue creciendo, y como estaba formado por personas que, más que de científicos, tenían mentalidad y necesidades de mesías y apóstoles de una nueva religión, el psicoanálisis no tardó en comenzar su rápida expansión.

En 1909, Freud recibió una invitación para pronunciar unas conferencias en la Clark University de Worcester (Massachussets), y en 1910, Wilhelm Ostwald, uno de los más ilustres científicos de la época, lo invitó a publicar un artículo sobre sus trabajos en la prestigiosa revista “Annalen der Naturphilosophie”. Estos dos hechos, que indican que el mundo científico empezaba a abrirse para el psicoanálisis, señalan también que la travesía del desierto de Freud había definitivamente terminado. Por delante le quedaban treinta años para saborear las mieles del éxito, y para completar una obra que con el paso del tiempo se ha revelado de nulo valor terapéutico, pero de enorme interés cultural y literario.

* * *

Mucho menos tiempo tuvo para disfrutar de la fama el filósofo Arthur Shopenhauer (1788-1860), protagonista de otra travesía del desierto con final feliz, pero de más largo recorrido: treinta y tres años, nada menos.

¿Por dónde empezar a hablar de Schopenhauer? Por el principio. Por el chantaje que le hizo su padre, un próspero comerciante establecido en Hamburgo, cuando tenía 15 años: quedarse en Hamburgo y entrar en el instituto de humanidades, lo cual le permitiría ir luego a la universidad, o bien acompañar a la familia en un viaje de placer de varios años por Europa, pero a condición de comenzar a la vuelta el aprendizaje de comerciante, con vistas a proseguir los negocios paternos. Arthur deseaba convertirse en un sabio, ir a la universidad, aprender latín, griego, literatura, filosofía…, pero no pudo resistirse al viaje. Menos mal que su padre murió al poco tiempo del regreso y él pudo finalmente alejarse de la odiada carrera de comercio y seguir su verdadera vocación.

Estudió primero medicina en Gotinga y luego filosofía en Berlín, y en 1813 leyó su tesis doctoral en la Universidad de Jena. Libre de toda preocupación por la subsistencia gracias a la herencia paterna, pasó luego un año en Weimar, a donde se había trasladado su madre al quedarse viuda. Allí tuvo ocasión de relacionarse con Goethe y de conocer al orientalista Friedrich Majer, quien lo introdujo en la antigua filosofía hindú. Haciéndosele intolerable la convivencia con la madre, se instaló en Dresde y dedicó los siguientes cuatro años a fusionar la filosofía de Platón y Kant con las doctrinas brahmánicas y búdicas, hasta alumbrar su obra capital: “El mundo como voluntad y representación”. Nada más terminarla dispuso su publicación, que tuvo lugar en los últimos días de 1818, y ahí comenzó su travesía del desierto.

El fracaso del libro fue rotundo. A los nueve años de su aparición aún quedaban en los almacenes de la editorial ciento cincuenta ejemplares de una tirada de ochocientos, y muchos de los que faltaban habían sido reciclados en lugar de venderse. El signo de los tiempos no era el adecuado para las ideas que el libro contenía, y el carácter de su autor no suponía precisamente una ayuda para su difusión. En 1820 consiguió permiso para impartir clases en la Universidad de Berlín y no se le ocurrió nada mejor que competir con Hegel (el filósofo oficial y el más popular de Alemania en aquel momento) haciendo coincidir sus horarios, con el resultado de que mientras en el aula de Hegel se apretujaban más de doscientos alumnos, en la de él no pasaban de cinco. Su carrera docente no duró más que un semestre.

Durante años estuvo en la más absoluta soledad intelectual. (Y no sólo intelectual. Su carácter, ya difícil de por sí, se fue agriando cada vez más con el despecho que le producía la falta de resonancia de su obra, y la relación con los «gusanos bípedos» de sus sucesivos entornos de hombre itinerante, se le fue haciendo cada vez más complicada. El matrimonio, por otra parte, no vino a mitigar esa soledad: los «animales de cabellos largos e ideas cortas» nunca pudieron soportarlo mucho tiempo seguido, y permaneció célibe -aunque no virgen- toda su vida).

Una de sus estrategias para inmunizarse contra la decepción era la de considerarse muy por encima de sus contemporáneos; otra, consistía en tratar de refugiarse en su obra, diciéndose que lo que le estaba sucediendo no le sucedía a él realmente, porque él era otro: él era el que escribió “El mundo como voluntad y representación”, una gran obra filosófica. Pero el silencio exterior (la realidad de que el público ignorase completamente su existencia) pesaba demasiado, y ante ese peso ninguna estrategia resultaba duradera.

En 1835, después de que su editor se negase a sacar una segunda edición de su magna obra, publicó “Sobre la voluntad en la naturaleza” en otra editorial, y el resultado fue del mismo tipo: ciento veinticinco ejemplares vendidos en un año.

A pesar de este nuevo revés no perdió la esperanza de que su obra llegase a ser acogida en algún momento como era debido. Pero aún tendrían que pasar diez años, no ya para saltar a la fama y liberarse para siempre de la desolación de sentirse injustamente ignorado, sino simplemente para que empezasen a aparecer las primeras personas que se pusieron en contacto con él interesándose en sus ideas.

La fama, y con ella el final de su travesía del desierto, le llegó finalmente en 1851 con la publicación de “Parerga y paralipomena”, una obra filosófica menor, pero que contiene los “Aforismos sobre la sabiduría del vivir”, los cuales, gracias al cambio que se había operado en el signo de los tiempos, se convirtieron rápidamente en lectura de cabecera para la burguesía instruida.

* * *

Freud y Schopenhauer fueron casos que acabaron bien. Pero no todas las travesías del desierto tienen final feliz. No en todos los casos es de aplicación el comentario de la línea indicada del I Ching en toda su extensión:

«Esta es la caracterización de alguien que, en una época de alta cultura, está en un lugar donde nadie lo tiene en cuenta, y así no encuentra reconocimiento, lo cual constituye un grave freno para su actuación. Todas sus buenas cualidades y dotes espirituales se desgastan inútilmente. Empero, sólo es necesario cuidar de que el hombre albergue realmente en su interior una posesión espiritual. Entonces sin duda llegará finalmente la hora en que se desvanecerán los impedimentos y todo marchará bien».

Los casos donde los impedimentos no sólo no llegan a desvanecerse a tiempo, sino que el final es trágico, son abundantes:

El poeta Friedrich Holderlin (1770-1843) fue empujado a la locura, además de por una madre egoísta y manipuladora ante la que no fue capaz de rebelarse, por la indiferencia de sus contemporáneos, que no supieron ver el extraordinario valor de su obra.

El matemático George Cantor acabó de un modo parecido por sus tratos con el infinito (que sentaron las bases de la matemática moderna) y por las zancadillas que le pusieron los prejuicios de algunos de sus colegas. (Pues tampoco el platónico y aparentemente cristalino mundo de las matemáticas está exento de los dogmatismos y tabúes que aquejan al mundo real).

John Kennedy Toole se suicidó después de perder la esperanza de publicar su novela “La conjura de los necios”, que le consagró como uno de los grandes novelistas norteamericanos en cuanto salió a la luz, once años después de su muerte.

Etcétera. © Antón Rodicio 2011.