sábado, 13 de junio de 2015

La tumba de Valle-Inclán

El 7 de marzo de 1935 don Ramón del Valle-Inclán y Montenegro, el más grande de los escritores nacidos en Galicia y uno de los más grandes de la literatura española, llega a Compostela procedente de Madrid, el lugar donde habitualmente reside. Él acaso aún no lo sienta así, pero viene para morir en su tierra natal. Se hospeda en el hotel Compostela antes de ingresar en el sanatorio del doctor Manuel Villar Iglesias, situado al otro lado de la calle, puerta con puerta con el café Derby, para tratarse de un cáncer de vejiga.
Al principio, el tratamiento le produce alguna mejoría y durante la primavera y el verano mantiene ocasionalmente una tertulia en el Derby, pasea por la Alameda y hace escapadas con amigos a diversas ciudades y lugares de Galicia. Pero el mal se recrudece y en noviembre los síntomas ya son alarmantes, teniendo el enfermo que permanecer encamado en el sanatorio.
La ciudad se escinde entonces en dos bandos irreconciliables en torno a una cuestión que ambos consideran capital: la de si Valle debe o no confesarse y morir como buen católico.
Compostela es la ciudad del Apóstol y, junto con Roma y Jerusalén, una de las tres grandes capitales del mundo cristiano. El clero y las fuerzas reaccionarias de esta levítica ciudad no están dispuestos a permitir que el creador de los esperpentos lleve hasta las últimas consecuencias su ateísmo, un ateísmo que ellos no creen auténtico y atribuyen a la simple vanidad de Valle-Inclán de no querer desmerecer de su imagen de escritor anticlerical. Para tratar de impedirlo envían un cura a la habitación del enfermo. 
Pero he aquí que los del otro bando, los de izquierdas, los que persiguen el enorme triunfo de que el escritor muera sin confesión precisamente en la meca de los curas, tienen la puerta de la habitación bien defendida. Varias veces lo intenta el cura y en todas ellas es eficazmente rechazado. Hasta que al fin el enfermo muere sin confesión el 5 de enero de 1936.
Las fuerzas vivas de Compostela se niegan entonces a rendir homenaje al ilustre fallecido. Ni el Ayuntamiento ni la Universidad acuden como tales al sepelio ni ceden edificio alguno para instalar la capilla ardiente que Valle merece. Pero los del otro bando se mueven eficientemente para hacerle un entierro colosal en el que se muestre la fuerza de la solidaridad obrera. Se habilitan vagones especiales en los trenes y los coches de línea desvían o amplían su recorrido, y a Compostela afluyen miles y miles de personas de toda Galicia que ocupan literalmente la ciudad.
Pero lo meteorológico no colabora. Las compuertas del cielo se abren súbitamente sobre la ciudad del Apóstol y toda esta imagen de fuerza del bando de izquierdas queda desbaratada. A las cinco de la tarde sale el féretro del sanatorio a hombros de los más próximos entre vientos, truenos, relámpagos y lluvia torrencial, en un cuadro digno del Goya más tenebroso. El coche que lo ha de transportar hasta el cementerio de Boisaca, a unos dos kilómetros del centro de la ciudad, espera cercano, pero el cortejo fúnebre no es ni sombra de lo que sería en otras condiciones meteorológicas.
Cuando ya se se aproximan al cementerio se encuentran con un grupo de fascistas que en un intento de deslucir a toda costa el acto han organizado un entierro paralelo. Llevan un perro muerto sobre una tabla y aseguran que lo enterrarán al lado del escritor, pues al ser un animal tampoco él necesita de un cura. Se arma un gran revuelo, pero el elemento obrero más radical ha quedado en las tascas de la ciudad y no llegan a las manos.
Arriban al fin a Boisaca, y ya al lado de la fosa, a la incierta luz de un candil, necesario porque el espantoso aguacero acelera la ya de por sí rápida llegada de la noche invernal, sobreviene el más grotesco de los esperpentos. Al ir a bajar el ataúd, un joven extremista nota de pronto que en su tapa hay un crucifijo. Se precipita a arrancarlo y ambos, joven y ataúd, ruedan juntos hacia las entrañas de la tierra, quedando expuesto el cadáver a través de las tablas rotas.
Es ya noche cerrada cuando los sepultureros terminan de llenar de tierra la fosa.
Más tarde, sobre esa tierra se colocará una gran losa de granito mal labrado, que allí permanece hasta el día de hoy. Y eso es lo único que la contradictoria Compostela, tan dada a erigir mausoleos a los hijos de Galicia, ha sabido dar al más ilustre de todos los escritores gallegos. © Antón Rodicio 2015.
[Para más detalles, ver: Carlos G. Reigosa, Javier del Valle-Inclán, José Monleón, “La muerte de Valle-Inclán. El último esperpento”, Ed. Ézaro, 2008.]

3 comentarios:

  1. Excelente crónica, Antonio. Siempre es oportuno recordar estas «supervivencias tribales», no por más o menos conocidas menos aberrantes (y, literalmente, lapidarias). Ando buscando un hueco para ponerme con la biografía de Manuel Abarca, de la que dicen algunos que ya la leyeron que es un trabajo definitivo, aunque eso nunca se sabe.

    Aprovecho para enviarte un abrazo (después de tanto tiempo) y desearos un buen verano.

    ResponderEliminar
  2. PS: en mi comentario anterior, donde dice «Manuel Abarca» debe leerse «Manuel Alberca». Disculpas.

    ResponderEliminar
  3. Gracias, Alfredo, y que encuentres pronto ese hueco; con las vacaciones seguro que aparece. Yo también la tengo en espera.

    Buen verano también para vosotros.

    ResponderEliminar