sábado, 16 de enero de 2010

Un animal sabio


Un caballo salvaje busca su alimento entre los peñascos, a pocos metros del refugio-asador de La Curota (un monte de la sierra del Barbanza, sobre la Puebla del Caramiñal, en tierras de Valle-Inclán). El cielo está completamente encapotado y el viento silba. Hace frío. Empieza a llover. El caballo está solo. Qué dura es la vida de los caballos salvajes.

Quiero acercarme a él, pero él no quiere. No presta la menor atención a mis palabras, ignora mis gestos amistosos, nada necesita de mí. Se aleja. Se va solo, mojado, autosuficiente. No quiere dejar de ser, aunque sólo sea por un instante, un caballo salvaje como tantos otros, un caballo anónimo, platónico, casi inexistente. Prefiere la libertad a las dulces cadenas de los afectos.

Arrecia la lluvia. Entro en el refugio y me siento en la galería de su parte posterior. Pido un café y me pongo a contemplar cómo el río Piedras se despeña por su agreste lecho de granito hacia el río Barbanza, que viene serpenteante y misterioso por su imponente cañón.

Desde mi cálida atalaya veo de nuevo al caballo, ahora arrimado a un pino, intentando guarecerse de la lluvia. Ha parado de comer. Sigue solo, mojado, autosuficiente. No cambia independencia por seguridad, no trueca autonomía por apego, no vende por sueños la realidad.

Es un animal sabio. Sabe vivir una vida de caballo. © Antón Rodicio 2010.