jueves, 31 de diciembre de 2009

A la edad en que casi todos se jubilan


Hacia finales de los años 30 del siglo XX, Wiston Churchill transita por la mitad de la séptima década de su vida, y es, o así se lo parece a muchos de sus contemporáneos, un hombre políticamente acabado.

En el pasado ha formado parte del gobierno británico en varias ocasiones como titular de diversas carteras ministeriales, pero lleva ya cerca de diez años alejado de la primera línea política, retirado en su casa de campo de Chartwell dedicándose a escribir, a pintar y a tratar inútilmente de despertar las conciencias de sus compatriotas, advirtiéndoles que Gran Bretaña debe rearmarse ante la amenaza creciente que representa el régimen nazi de Alemania.

Nadie le hace caso, pero cuando en 1939 Hitler invade Polonia, e Inglaterra se ve obligada a declarar la guerra a Alemania, se le llama de urgencia a su antiguo cargo en el Almirantazgo. Poco después se le nombra primer ministro.

Tenía entonces la que es para muchos la edad de la jubilación: sesenta y cinco años. Con lo que había hecho hasta ese momento, la Historia no le hubiese concedido más que una nota al pie, o como mucho, un párrafo perdido en alguna página secundaria. Pero el destino puso ante él su gran oportunidad y él no la desaprovechó.

Durante los cuatro años siguientes dirigió las operaciones bélicas en interminables jornadas de entre dieciséis y dieciocho horas diarias, transmitiendo a todos su vigor y contagiándoles su energía y optimismo. Con sus extraordinarios discursos de una influencia casi hipnótica sobre los británicos, consiguió mantener la moral de quienes en Londres y en otras grandes ciudades del Reino Unido sufrieron los bombardeos continuos, día y noche durante meses, de la temible maquinaria de guerra alemana. Y con su gran habilidad diplomática, logró la ayuda de los Estados Unidos y su entrada final en la guerra, inclinándola a favor de los aliados. Hay que visitar las Cabinet War Rooms: las salas utilizadas por él y su Gabinete de Guerra en el subsuelo de Londres, protegidas de las bombas germanas por una placa de hormigón de dos metros de espesor, para hacerse una idea de lo que fueron esos años.

Dice el I Ching: «Cuando alguien une a su innata modestia, en razón del puesto de responsabilidad que ocupa y de las experiencias que ha atesorado, una enérgica actividad, obtendrá sin duda un gran éxito». Desconozco si Churchill era o no modesto, pero el resto de la frase del oráculo chino, puede sin duda serle aplicado en esa época.

Terminada la guerra, el electorado británico, dudando quizás de que quien lo había dirigido acertadamente en la guerra supiese hacerlo en la paz, no le renovó el cargo de primer ministro. Pero Churchill se negó a jubilarse, y seis años más tarde, próximo a cumplir setenta y siete, obtuvo un segundo mandato. Después le llegaría el Premio Nobel de Literatura, el Premio Carlomagno, la ciudadanía honoraria de los Estados Unidos…, hasta que a los noventa años se apagó una vida que no conoció la jubilación. © Antón Rodicio 2009.